Por Hugo Macchiavelli
Todavía persiste el dolor. El drama y la injusticia. Las balas que matan de un lado y del otro. Aún persiste el drama por la pérdida de Roberto, el kiosquero asesinado en Ramos Mejía. Con la herida abierta, con el dolor latente, la muerte vuelve a golpear pero esta vez el arma pertenece al Estado, a una fuerza de seguridad que acaba de cumplir cinco años; a tres agentes de la Policía de la Ciudad que están a punto de ser detenidos por el homicidio de Lucas González que actuaron de la peor manera y destruyeron una familia. Ahora es el juez Martín Del Viso y la fiscalía la que llevan adelante la investigación. Los policías acusados dicen que los chicos que venían del club Barracas eran sospechosos y que dispararon porque se vieron en peligro. Eso no parece ser cierto. Los chicos y sus familias repiten una y otra vez que sus hijos no tenían nada para ser considerados sospechosos. Una vez más se va la vida de un chico lleno de sueños y deseos de ser jugador de fútbol. Detrás queda una familia destruída, una célula de esta sociedad fue dañada una vez más. Este hecho es aún más grave que el la delincuencia común: porque el que dispara no es un delincuente sino uno, dos o tres policías: con uno, dos o tres tiros que impactaron en la cabeza de Lucas.
La crónica de una muerte, tal vez anunciada, puede explicarse por la impericia de quienes deben velar por nosotros, no matarnos. La Argentina está rota, dañada por la impericia de quienes tienen las mayores responsabilidades. Esta vez, una vez más, son miembros de una fuerza de seguridad que trabajaban de civil, en una supuesta investigación los que dispararon sin identificarse ni cumplir con ninguno de los protocolos de seguridad previstos. Una vez más la Argentina de la improvisación mata a uno de los nuestros. Con un gatillo fácil.